Artículo: «La ‘anti España’ está de fiesta», por el sociólogo Emmanuel Rodríguez, publicado en la Revista Contexto el día 29 de abril de 2019

Artículo: «La ‘anti España’ está de fiesta», por el sociólogo Emmanuel Rodríguez, publicado en la Revista Contexto el día 29 de abril de 2019

Desde el Colegio les recomendamos el artículo: «La ‘anti España’ está de fiesta», por el sociólogo Emmanuel Rodríguez, publicado en la Revista Contexto el día 29 de abril de 2019

 

Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es ‘¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978’. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.

La ‘anti España’ está de fiesta

Terminó el espectáculo a medias agobiante, a medias de vergüenza ajena que ha producido la primera fase de la larga marcha de las elecciones de 2019. Con estos resultados, la segunda fase que lleva al 26-M, será menos tensa, más previsible
Emmanuel Rodríguez

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Con una inusual movilización electoral, el PSOE ha ganado las elecciones con 123 diputados. La debacle del PP ha sido rotunda, mayor incluso de lo que estaba previsto, 66 diputados; a los que le siguen de cerca los 57 de Ciudadanos. VOX no se quedó en un trampantojo de sí mismo, pero ha estado a punto, “sólo” 24, que el pobre Abascal promete serán un torbellino, confundiendo la molicie parlamentaria con sus deseos. Su particular versión de la “anti-España” ha resultado claramente vencedora. La “izquierda” (PSOE, UP, Compromís) ha obtenido el 43,65% de los votos; el conglomerado de independentistas, “batasunos” y nacionalistas antiespañoles (ERC, JxCat, PNV, Bildu, BNG) suman el 8,66%. Las fuerzas patrióticas y constitucionales (PP, Cs, VOX) se han quedado en un 42,89%. A ellos se podrían añadir los dos diputados Navarra Suma, coalición participada por UPN, PP y Ciudadanos, que nos enseña que cuando el carlismo se declara español, se respetan los fueros y los hechos diferenciales que haga falta. Sea como sea, la derecha no ha ganado. Una estrategia, cuya inteligencia apunta a Aznar, ha entrado en barrena el 28A.

En esta semana se seguirán toda clase de análisis sobre los resultados: el valor de los debates televisivos, la función y eficacia de las campañas, las aptitudes y los fallos de los candidatos. Análisis a veces precisos y preciados que permitirán disponer de una radiografía mucho más exacta de lo ocurrido: la distribución del voto por secciones censales, y por tanto por niveles de renta, concentración urbana, municipios, comarcas, género. No obstante y más allá del análisis electoral, cabe preguntarse qué nos ha dicho este 28 de abril cuando lo que se pregunta no es por Sánchez, ni por Casado, sino por la crisis política abierta en 2011.

Al ampliar el arco temporal de nuestra preocupación, encontramos que desde 2011 hemos pasado del bipartidismo a una suerte de pentapartito: la irrupción de Podemos, la formación del Podemos “bueno” con nombre de Ciudadanos, y por fin el amago ultraderecha de VOX, que más bien parece el ala ultramontana del PP. Desde 2011, hemos pasado también de la crisis del PSOE de Zapatero a su hundimiento electoral, la renovación de Sánchez y su resurgimiento. Y desde 2011 hemos asistido igualmente al triunfo del PP de los abogados de Estado, la evisceración de ese mismo partido por los escándalos de corrupción, su fragmentación con la salida de liberales y trardofranquistas y, por último, la fallida renovación ideológica de la mano de un Casado que parece un jovencísimo Aznar, pero sin la reconcentración del segundo y seguramente con mayor flexibilidad de espíritu. Un tiempo de vértigo que todavía no termina.

Convengamos que no hemos salido del periodo de excepción. Si bien hoy no cabe reproducir las expectativas que se abrieron en 2011, y que en sus formulaciones más optimistas apuntaron a un proceso constituyente, e incluso a una Tercera República, la política española dista de ser estable. Los viejos equilibrios no acaban de encontrar una formulación adecuada. De ahí que cada tanto nos encontremos con sorpresas imposibles de imaginar hace apenas una década.

Por resumir mucho, la democracia española de acuerdo con la “fórmula 1978” descansaba sobre dos pilares más o menos sólidos. 1) Un acuerdo general de las élites políticas y económicas acerca del gran reparto de la economía española, que permitía convertir rentas inmobiliarias (y de otro tipo) en decisiones políticas, así como decisiones políticas en rentas inmobiliarias (y de otro tipo). Para confirmar el diagnóstico no hace falta recurrir a los casi anecdóticos papeles de Bárcenas, basta rastrear el organigrama de las antiguas cajas de ahorro, hacer un sociograma de las relaciones entre ejecutivos de eléctricas, bancos, promotoras y partidos, o sencillamente seguir el dinero de las plusvalías inmobiliarias entre 1985-1991 y 1997-2007. Y 2) Un reparto ideológico, que se superponía a este acuerdo de fondo y que distribuía los campos ideológicos en un doble juego de oposiciones: izquierda vs. derecha y nacionalismo español vs. nacionalismos periféricos. Este conflicto atenuado organizaba el turno: los recambios políticos a nivel de Estado entre PSOE y PP.

Rápidamente también: la crisis económica abierta en 2008 destruyó el acuerdo entre las élites, a la vez que exacerbó las oposiciones ideológicas. La crisis desveló a buena parte de la sociedad española que no había ya garantías para su estatus como clase media y que su clase política, ahora desnuda, solo eran los saurios y reptiles del terrario en que habían convertido el país. A su vez, la cruda crisis de legitimidad de la clase política se trató de cubrir por dos vías: su renovación aparente –de ahí los reformistas de Podemos y los regeneracionistas de Ciudadanos– y su exacerbación ideológica, que servía como compensación a su propia caída en el abismo de lo indefendible –y de ahí, el giro independentista de los viejos conservadores catalanes, el giro nacionalista del PP y su ala tardofranquista, e incluso la vuelta de Sánchez a las esencias del socialismo–.

A resultas de la crisis, la política española se ha vuelto más abrupta, más bronca, más interesante. Pero desde el punto de vista de la normalidad institucional (o si se prefiere del “régimen”), la gran cuestión sigue siendo: ¿cómo devolver al país a su cauce? ¿Puede la política ser el escenario tranquilo en el que se reconozca lo que llaman “la unidad del pueblo español” (que es la de sus élites)? ¿Se integra la anomalía que fue Podemos (y ya no es), se devuelve a los nacionalistas catalanes al acuerdo o a la subordinación, y sobre todo se logra una sociedad satisfecha y complaciente con el gran reparto del botín entre las élites políticas y económicas?

Este 28 de abril ha puesto a prueba lo que podríamos llamar la “solución nacional” para la restauración del régimen. En términos muy esquemáticos, esta consistía en oponerse frontalmente a la otra “solución nacional” de la crisis de la clase política catalana. Bandera contra bandera. La España de los balcones contra la anti España de los separatistas y quienes los apoyan (el gobierno “Frankenstein”); la vuelta a la normalidad por la vía de un ejercicio populista y autoritario. No cuesta ver su punto fuerte: desde que empezara la crisis en 2007, “los balcones” y la “bandera” han sido el único momento verdaderamente popular de la derecha española. Hay pocas dudas, de todos modos, de que esta solución era un parche. Cabalgar la ola global del populismo autoritario y seguir aplicando las mismas políticas neoliberales no salva ninguna crisis de fondo, pero da tiempo y permite recomponer acuerdos y partidos, aun cuando aparezcan fragmentados.

También debido a la propia fragilidad de la “solución nacional”, este 28 de abril no se dirimían dos modelos de país cuanto dos estilos de gobierno. Desde luego, no se trataba de la gran coyuntura entre “fascismo o dictadura progre”, sino de dos amagos de solución a una crisis que lleva abierta ya demasiado tiempo y que exige una continua innovación política. A un lado, la fragmentación de una derecha desnortada y propensa a la aventura ideológica, en crisis por el estallido de la casa madre del Partido Popular, dispuesta a jugar al antagonismo sin límites en el discurso contra los separatismo, el “Frente Popular” y los enemigos de España. Al otro, el PSOE renovado de Sánchez, que ya no podía ser aquel de González en su lucha contra ETA (léase independentistas catalanes), y de los jóvenes turcos volcados a la modernización de España (léase al expolio inmobiliario financiero del primer neoliberalismo). Este PSOE, empujado por la competencia a su izquierda y por la radicalización de la derecha, ha jugado la baza del progresismo moral y de la renovación socio-liberal.

La prueba de que este antagonismo ideológico sin límites retóricos aparecía bien atado a otros límites más concretos está en todo aquello que en esta campaña ha desparecido del mapa. Ambas opciones parecen coincidir justamente en lo que apenas ha tenido discusión en estas semanas de competición electoral: el sometimiento al régimen austericida de la UE, la preservación de los intereses económicos de la oligarquía local, ahora bien engrasados por fondos de inversión internacionales, y la especialización de la economía nacional en el turismo y en el negocio inmobiliario, como ejes sobre los que pivota el capitalismo rentista. Todo ello por no hablar de otros asuntos más graves como la sensible posición de España frente al cambio climático.

La victoria de Sánchez ha devuelto pues el gobierno al gran partido de Estado de la democracia española, el PSOE, renovado internamente, pero desde luego no tanto como para que haya dejado de ser lo que siempre fue: el partido de orden del país, orden a veces amable, que pasa por una gobernanza más inclusiva. Y un partido que solo ha podido ser imitado, y por tanto vencido, por el otro partido de Estado, el PP, cuando la columna vertebral del mismo ha reposado sobre los abogados del estado y la moderación de sus enunciados. El PP de Casado tendrá que tomar nota del 28A.

La victoria del PSOE tiene, sin duda, algunos aspectos positivos. El soberanismo de chufla de las élites catalanas no ha logrado representar el papel bastante más trágico de la vieja ETA. Afortunadamente sin terrorismo, la circulación política funciona de otro modo. Para un amplio espectro social, el chantaje entre Constitución y terror ha dejado de funcionar, incluso cuando lo que está en cuestión es la supuesta unidad de España. Elementos también positivos son que la retórica antiinmigrantes y los pánicos morales ante el musulmán, el okupa y los delincuentes reincidentes tampoco ha conseguido vertebrar los miedos sociales de una sociedad cada vez más envejecida, pero que nunca en su historia moderna se ha mostrado tan pacífica y ha disfrutado de tanta seguridad. Consideren los índices de criminalidad de la sociedad española: están entre los más bajos del mundo. De hecho, el único valor de la consigna excesiva y grandilocuente de “parar al fascismo”, en referencia a VOX, reside seguramente en la intención de frenar esta solución moral, autoritaria y neoliberal.

Pasado el 28 de abril, y siempre desde la perspectiva de una normalización institucional, se vuelven a abrir muchas preguntas: ¿sigue teniendo campo y futuro la derecha ideológica VOX-Casado, como gran alternativa de gobernabilidad; o se abre el turno del PP-Cs, previa absorción de VOX? ¿Puede el nervioso y siempre acelerado Rivera servir de pivote a esta nueva articulación centrista, ya sea con el PP o con un futuro pacto con el PSOE? De otro lado, ¿conseguirá el PSOE la estabilidad necesaria en una situación económica difícil, sometido a la disciplina europea y por ende con escaso margen de reforma, y a la vez al borde de una situación continental de recesión? ¿Tiene Podemos, con todo su humo y tras haber perdido el 40% de sus diputados, todavía algún margen de servir a la oposición interna, de conquistar reformas? No hay ninguna solución a medio plazo. El 28 de abril de 2019 no se parece en nada al 28 de octubre de 1982.

De momento, lo único previsible en los próximos meses es cierta inercia. La política seguirá estirándose como un gigantesco chicle en forma de batalla moral: una lucha que sitúa a progres y reaccionarios enfrentados en torno a campos a veces sustanciales (derechos civiles, migrantes) y otras veces bastante más inverosímiles (tauromaquia, caza, etc). Visto de nuevo desde la perspectiva de la normalización, pero desde aquellos que pretendemos convertir la crisis en oportunidad, el reto a futuro parece estar en quebrar esta batalla moral y devolverla a un terreno en el que movimientos y luchas ocupen el centro. La debilidad del gobierno socialista, sea cual sea la combinatoria de sus alianzas, parece abrir un estrecho campo al intercambio entre reformismo institucional y presión social concreta. Los primeros ensayos podrían estar a la vuelta de la esquina de la mano del movimiento de vivienda. Premisa fundamental para este tipo de operaciones es que no nos complazcamos ni por un instante con el progresismo moral que se nos presentará bajo la forma del “talante”, acompañado con medidas de “izquierda” y adornado de grandes palabras en rótulos de colores (rosa, verde y violeta).

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